El desengaño de la modernidad: cultura y literatura venezolana de los albores del siglo XXI.
En este texto Miguel Gomes nos ofrece extractos de su libro El desengaño de la modernidad. Cultura y literatura venezolana en los albores del siglo XXI (Caracas: ABediciones UCAB, 2017). Un trabajo en el que se propone realizar un retrato de lo que considera una de las tendencias más significativas de la literatura venezolana de fines del siglo XX y lo que va del nuevo milenio: la crítica colectiva del optimismo desarrollista común en los discursos estatales, en particular durante las décadas de 1960 y 1970, pero aún no ausente en la actualidad en el imaginario oficial de amplios sectores de la población. Partiendo del estudio de la literatura, este ensayo constituye un valioso testimonio de la cultura venezolana contemporánea
A raíz de la crisis de la democracia nacida en 1958, la rápida cristalización en los años noventa del chavismo y, sobre todo, su imposición como ideología estatal, se han producido dos tipos de cambios drásticos en el campo cultural venezolano de entre milenios. Los primeros son visibles de inmediato, se debaten en la prensa diaria o constituyen motivo de reflexión en cátedras o tribunas políticas. Los segundos, menos evidentes, han pertenecido hasta hace poco a la esfera de lo que Raymond Williams definía como structures of feeling, no doctrinas articuladas, sino experiencias en desarrollo, apenas interpretadas por no haberse desgajado aún de la vivencia.
Particularmente desde 2001, cuando Hugo Chávez anuncia una “revolución cultural” interpretada por muchos como declaración de guerra , entre las transformaciones del primer tipo se destacan las siguientes —y aquí pienso concentrarme sobre todo en los sectores literarios, aunque varios de los factores que apunto son verificables en otros sectores—: la organización de grupos adeptos al Gobierno u opuestos a él; la constitución de un discurso oficial que descalifica a los disidentes; el abandono voluntario o la exclusión de muchos agentes culturales de las instituciones gubernamentales que antes operaban como promotoras de las artes; la emigración de numerosos escritores y otros artistas debido a las restricciones económicas o la inseguridad, pero, también, con creciente frecuencia, a la persecución política; la mayor presencia de escritores venezolanos, casi siempre “opositores”, en los sellos trasnacionales activos en el país, así como la esperanzadora expansión de estas ediciones con sorpresivas interrupciones derivadas de problemas cambiarios y escasez de papel.
Este último factor ha sido retratado por Pedro Luis Vargas Álvarez en un artículo donde argumenta que el campo perdió autonomía por el éxodo de novelistas hacia redes comerciales, por constituir estas “un poder […] tan fuerte como el político” (p.46). En sus conclusiones, resalta cómo varios autores asociados a las grandes editoriales transforman la política en una herramienta de éxito, ya que “se convierte al mercado en [su] agencia” haciendo recircular la opinión pública en las novelas con una inevitable “espectacularización” (p.50). Además de “postautonomía”, Vargas Álvarez habla de una “postpolítica” y la condena como incapaz de rivalizar con la ideología estatal.
Los temores antes expuestos, fundados en el caso analizado por Vargas Álvarez de novelas históricas publicadas entre 2005 y 2008, no me parecen, con todo, extensibles a la generalidad de la producción literaria, porque ha habido también una politización que escapa a las grandes editoriales y a sus medios de conversión de toda postura en “espectáculo”: cuentistas, poetas y ensayistas de los pequeños sellos han suscrito tendencias semejantes. Por eso, ni más ni menos, Paulette Silva ha señalado el regreso del “viejo fantasma” de la “heteronomía” (s.p.). Y, si comparamos la literatura con otras artes, la opinión se refuerza. Sandra Pinardi afirma que la producción visual evidencia una dimensión política inscrita en las “ideas” y en la “praxis”, arraigada en las formas y los medios, no reducida a los “compromisos” ingenuos (pp.107-108).
Lo cierto es que la pérdida de autonomía del campo cultural quizá no sea tal si se repara en que las leyes autonómicas no han imperado siempre en América Latina. Ello ha ocurrido en Venezuela donde, por la génesis de su campo cultural en circunstancias poscoloniales, con el consecuente ideal de construcción nacional, uno de los criterios persistentes para acumular capitales simbólicos ha sido el carácter ancilar manifiesto de la obra con respecto a otros campos donde se asientan mayores cuotas de poder. Dicho carácter, en autores familiarizados con tradiciones europeas –no poscoloniales–, genera la intuición de que la autonomía artística es frágil, lo cual se ha tematizado estoica o celebratoriamente: he allí la irónica aceptación de Pedro Emilio Coll de un escritor comerciante o cónsul que hace literatura en los ratos libres (p. 642), la proclama galleguiana de que “algo además de un simple literato ha habido siempre en mí” (p.6), o el aserto de Ana Teresa Torres de que “Tenemos la obligación de ser pensadores de nuestro propio país porque pertenecemos a naciones irresueltas” (p. 88).
Escasísimos han sido los escritores venezolanos que no han dependido de trabajos situados en campos como el educativo-académico, el político-diplomático o el de los medios de comunicación. Ni siquiera el oscilante interés de las editoriales transnacionales ha ofrecido una plataforma estable afiliada a una “industria literaria” como la que Suman Gupta describe al estudiar la lógica mundializada de las letras, con “autores manufacturados”, proceso de “manufactura de lectores” y generación de “premios como obvias inversiones corporativas” (p.167).
De interés paralelo resulta el interrogante de si puede una literatura ser “postautónoma” como lo propuso Josefina Ludmer. Personalmente lo dudo, porque tengo la impresión de que la noción pareciera anclada en una concepción monocular de la autonomía, cuando cabría imaginar una perspectiva poliangular. Una iniciativa artística, por ejemplo, podría reclamar emancipación del campo económico amparándose en valores tomados del campo político, mientras que otras iniciativas podrían intentar hacer exactamente lo contrario. Publicar en un medio comercial en ciertas circunstancias funciona como estrategia para emanciparse de los poderes del Estado, y viceversa: el amparo del Estado podría equivaler a una autonomización del quehacer artístico si lo combatido es el mercado. Hay ancilaridades tácticas, “tretas del débil”, y cada caso debería analizarse por separado considerando coyunturas específicas, las reglas del juego de ese momento. Si ya eso hace más arduo determinar cuándo comienza el post, acudiría adicionalmente al razonamiento dirigido por Octavio Paz a quienes pregonaron en los setenta y ochenta una superación de la modernidad: una ruptura dentro de una “tradición de rupturas” no hace más que ratificar la tradición (p.14). Sospecho que una vez identificada como ideal por una comunidad de artistas la autonomía no desaparece del todo de los horizontes de expectativas y, sea como presencia o nostalgia, moviliza las prácticas. Sugerir el fin de la autonomía en un campo es un intento inconsciente de renovación de sus mecanismos autonómicos puesto que, como lo señaló Pierre Bourdieu, el surgimiento de las polémicas artísticas (sin excluir las críticas) fortalece lo visto como amenazado o en decadencia, la institución del arte: las rencillas entre agentes culturales mediante su existencia misma contribuyen a producir tanto el lenguaje legítimo, definido por su distancia del lenguaje común, como la creencia en su legitimidad. Que Ludmer escoja la consigna de lo post para verbalizar sus propuestas nos debe indicar enseguida que su discurso es inseparable de una moda letrada que arranca del siglo pasado –recuérdese: posmoderno, poshumano, posnacional, etcétera–, de tics expresivos y de una lógica del mercado simbólico que no es otra que la del campo cultural, en la zona donde creadores y críticos convergen para reforzar sus poderes intangibles. En el caso venezolano, la hipotética posautonomía se vuelve más problemática ya que el escritor siempre ha dependido de poderes “externos” a lo literario: cargos en instituciones estatales politizadas o cargos en empresas privadas fieles a sus objetivos de competencia en el mercado económico. Lo que tenemos en los primeros años del milenio, creo, es más bien un nuevo capítulo de una autonomía perpetuamente amenazada, a punto de constelarse, a punto de disolverse. El acierto de Luis Moreno Villamediana al hablar de renovados ensayos autonómicos en medio de una “Venezuela en pedazos” (s.p.), resulta incontrovertible, en particular si no nos apartamos del sentido que dio Bourdieu a la palabra “autonomía” cuando se refiere a lo cultural o intelectual: una libertad que permite criticar al poder establecido fundada en la independencia relativa respecto del campo político y el económico (pp. 462-463). Si en Venezuela esos dos campos padecen desde hace años inestabilidad, pujando por redefinirse, no ha de extrañarnos que el campo cultural esté asediado por crisis. La postautonomía solo sería posible en un sistema estable, donde los intereses organizadores de la burocracia estatal o el mercado hayan conseguido absorber por completo los intereses de los agentes culturales. Es evidente que estos últimos se encuentran desde las postrimerías del siglo XX enfrentándose con fuerzas internas de la cultura y externas a ella: en una efervescencia tan abrupta a duras penas podría darse con las coordenadas espaciotemporales a las cuales debería remitir el “después de”.
La descripción catastrófica, casi milenarista al pie de la letra, de un fin del campo cultural venezolano tal como hasta ahora lo conocíamos ha de entenderse vinculada a la sensación de desintegración que se repite en muchas versiones de los acontecimientos del país. La impresión de caos que una y otra vez se esboza en el panorama literario no ha de atribuirse sin más a una voluntad testimonial. Pocos autores se han ceñido a un objetivo tan preciso, como podrían habérselo propuesto si hubiesen decidido escribir informes, tesis, reportajes o cualquier otro texto no regido en primer lugar por la ficción, es decir, la suspensión de la capacidad referencial del lenguaje. En su caso, el desmoronamiento, la confusión surgen en sus obras debido a lo que Jacques Rancière señalaba acerca de lo poético, que es “idéntico a la esencia del lenguaje en la medida en que la esencia del lenguaje es idéntica a la ley interna de las sociedades” (pp.60-64). La aparición de un entorno en vías de desintegración en las letras venezolanas resulta, a mi ver, indisociable de una “estructura de sentimiento”. Y aquí se vislumbra el segundo tipo de transformaciones del campo a las que me refería inicialmente; transformaciones más profundas, detectables en la psique colectiva de quienes interactúan en los círculos culturales. A diferencia de las cosmovisiones, declaradas en escritos de corte teórico, las estructuras del afecto, de acuerdo con Raymond Williams, están compuestas de ideas tal como se sienten y sentimientos tal como los concibe el intelecto, logrando a duras penas manifestarse doctrinalmente por tratarse de experiencias en proceso ( pp.138-145). La percepción de lo real a la que aludo ha venido gestándose en Venezuela quizá desde fines de la década de los ochenta; consiste en un acentuado desengaño de la modernidad enfatizada por los discursos oficiales de los setenta en medio del optimismo progresista de un país “mágico” –como lo denominó Fernando Coronil– que confiaba y entrenaba al pueblo para confiar hasta un más allá de la razón en la capacidad financiera ilimitada de la explotación de hidrocarburos. Considero tal desengaño como estructural porque los escritores —u otros agentes culturales— que han coincidido en retratarlo en sus obras hasta hoy no obedecen a un plan de grupo: la reincidencia de imágenes, motivos, temas, aunque no casual si aceptamos que hay un “inconsciente político”, tampoco ha sido calculada. Los idearios cabales solo dan indicios de perfilarse en los últimos años, cuando aparecen obras conscientes de la tradición en que se sitúan, que en algunos artículos he caracterizado como plena de “fábulas del deterioro” –y podríamos comparar, por ejemplo, la ambigüedad referencial de Ana Teresa Torres en Nocturama (2006) con la precisión con que las tinieblas se adueñan de Caracas en The Night (2016) de Rodrigo Blanco Calderón.
Que la relación del desencanto de lo moderno y la visión cada vez más acentuada de una “Venezuela en pedazos” se haya convertido en lenguaje común se desprende del citado trabajo de Pinardi. En él sugiere, al estudiar obras plásticas contemporáneas, que “reinterpretan la difícil modernidad que ha marcado, como deseo, la cultura venezolana” y que, con demasiada frecuencia, la reinterpretación “se hace cargo de los diversos modos como se ejerce la violencia” hasta llegar a construir “en y con sus obras un fragmentario archivo testimonial” (p.119-123). No me parece desacertado atribuir buena parte de tal violencia al despertar de la “ilusión” que describe Coronil. Si antes “el Estado se transformó en un poderoso escenario tanto para la ejecución de ilusiones como para la ilusión de ejecuciones, un lugar de magia” (p. 299), lo que sobrevendrá cuando la prestidigitación sea entorpecida por las circunstancias constituye un derrumbe percibido como “traición” simbólica por las masas, acostumbradas a la idea de que pueblo y riqueza natural se consustanciaban gracias a la acción unificadora del Estado. Ese resquebrajamiento de la imagen propia se produce desde la eliminación de subsidios de la gasolina en la segunda administración de Carlos Andrés Pérez, que acabaría causando el “Caracazo” (p.376). Trasladando las tesis de Coronil a las letras, María Fernanda Lander ha postulado que las revueltas de febrero de 1989 y los estallidos de violencia subsiguientes equivalen al “despertar traumático de un sueño modernizador que se transformó en pesadilla” (p.157).
Para concluir solo añadiré que lo anterior no agota lo que pudiera decirse sobre el campo cultural venezolano de los últimos años: la materia es demasiado cercana para pretender ser exhaustivos. Quiero recalcar simplemente que una experiencia central de una cantidad no desdeñable de escritores que interactúan en dicho campo ha sido el abrir los ojos a una dolorosa realidad antes negada o invisible. Hablar de la bancarrota de un relato matriz, el del progreso, se justifica; o, quizá, convendría la visión de una “ruina” en la que se gesta una crítica tanto a la taumaturgia populista como a los procesos políticos que aseguran romper con ella y, sin embargo, la ahondan. Sea como sea, tal crítica solo puede fundarse en un sincero anhelo de reconstrucción.
OBRAS CITADAS
Bourdieu, Pierre. (1992). Les Règles de l’art: Genèse et structure du champ littéraire. Paris: Éditions du Seuil.
Coronil, Fernando. (1997). The Magical State: Nature, Money and Modernity in Venezuela. Chicago: The University of Chicago Press.
Gupta, Suman. (2009). Globalization and Literature. Cambridge: Polity Press.
Lander, María Fernanda. (2013). “La mirada de la exclusión en Cerrícolas de Ángel Gustavo Infante”. En Valladares-Ruiz, Patricia y Leonora Simonovis, eds. El tránsito vacilante: miradas sobre la cultura venezolana contemporánea. Amsterdam/New York: Rodopi, 153-172.
Ludmer, Josefina. (2007). “Literaturas postautónomas”. Ciberletras (17), s.p. En línea (consultado el 1/3/2008): lehman.cuny.edu/ciberletras/v17/ludmer.htm
Moreno Villamediana, Luis. (2013). “Venezuela en pedazos”. Todavía (30, noviembre), s.p. Consultado en línea 2/4/2014, revistatodavia.com.ar/todavia30/30.literaturanota.html
Paz, Octavio. (1991). Convergencias. Barcelona: Seix Barral.
Pinardi, Sandra. (2013). “Disposiciones políticas de las artes visuales venezolanas contemporáneas: archivos de la violencia”. En Valladares-Ruiz, Patricia y Leonora Simonovis, eds. El tránsito vacilante: miradas sobre la cultura venezolana contemporánea. Amsterdam/New York: Rodopi, 107-129.
Rancière, Jacques. (2005). La Parole muette. Essai sur les contradictions de la littérature. Paris: Hachette.
Silva Beauregard, Paulette. (2011). “Novela e imaginación pública en la Venezuela actual: el regreso de viejos fantasmas”. Espéculo. Revista de Estudios Literarios. (48), s.p. Consultado en línea 20/12/2012, ucm.es/info/especulo/numero48/novimagve.html.
Torres, Ana Teresa. (2006-2007). “Discurso de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua”. Boletín de la Academia Venezolana de la Lengua (LXXIII-LXXIV/197-200), 87-100.
Vargas Álvarez, Pedro Luis. (2013). “Postpolítica y postautonomía: desplazamientos hacia el mercado durante el llamado auge editorial venezolano”. Voz y Escritura. Revista de Estudios Literarios (21), 35-54.
Williams, Raymond. (1977). Marxism and Literature. Oxford: Oxford University Press.
Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).
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