El imperio por-venir
Esta Nación se llamaría Colombia, como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Simón Bolívar, Carta de Jamaica
Un conocido miembro del chavismo definió una vez el clima político en los tiempos revolucionarios como un “estado general de sospecha”. Por ironías de la historia, su diagnóstico se volvió contra sí mismo: una madrugada de un fin de semana apareció su cuerpo baleado de manera violenta por razones que hasta el día de hoy se desconocen.
Más allá de esa triste ironía, creo que esta forma de leer lo político como ejercicio que pone en duda toda institución y tejido social, tiene sus antecedentes en América Latina. La literatura nos sirve como testimonio al explorar esas relaciones que se dan en las ficciones sociales “entre mundos de referencia y mundos alternativos”, para seguir una concepción que desarrolla Jacques Rancière en su trabajo Política de la ficción (29).
Recuerdo de este modo un conocido extracto De sobremesa de José Asunción Silva. Hablo del pasaje donde José Fernández confiesa el sueño que tiene para imponer una sociedad utópica de carácter industrial, y afirma que su plan para llegar al poder consiste en intrigar con todas sus fuerzas, excitando “al pueblo a la guerra” (367). Esa referencia lo convierte en una suerte de padre putativo, de corte conservador, del Astrólogo de los Siete Locos de Roberto Arlt, quien a su vez proponía, desde cierto marxismo revolucionario, conformar una sociedad secreta, infiltrar el ejército y estallar bombas.
Quien ha pensado sobre el tema con cuidado puede considerar cómo lo utópico en tanto lugar imaginario perfecto, y la ambición regeneracionista por imponer ese modelo, sirven como presupuestos a partir de los cuales se lleva a cabo toda tarea conspirativa. Sin ellos, no habría la desconfianza necesaria para introducir las «narrativas de confabulación», para generar sus condiciones de posibilidad.
Ricardo Piglia en un célebre texto define al complot como una articulación entre “prácticas de construcción de las realidades alternativas y una manera de descifrar cierto funcionamiento de la política” (4). Se mueve entonces entre lo utópico y lo hermenéutico, detrás de lo cual se impone un relato absoluto: poderes secretos que dictaminan nuestra vida.
Explica, en tiempos del consenso de Washington, cómo las vanguardias argentinas han tratado de valerse de sus recursos para socavar los presupuestos (neo)liberales: “El modelo de la sociedad es la batalla, no el pacto, es el estado de excepción y no la ley”, dice. Para él, ello “hace ver lo que las ideas dominantes niegan y se proponen asaltar los centros de poder cultural y alterar las jerarquías y los modos de significación” (8). Por supuesto que habla desde un lugar de enunciación bien específico: la Argentina de la transición, todavía dolida por los crímenes contra los disidentes, muchos de ellos comunistas o maoístas, como lo fue él mismo alguna vez.
Podríamos decir, sin temor a simplificar, que su propuesta interpretativa sigue dos paradigmas. Por un lado, el modelo marxista donde se dramatiza el poder de las violencias del capital, sin rehuir de su presupuesto utópico enmarcado en las comunas como forma de organización ideal y la dictadura del proletariado como sistema de gobierno; por otro, el modelo detectivesco policial donde la sociedad siempre está sometida a un crimen oscuro, cuyos realizadores o cómplices son los poderosos. A su vez, en los tiempos de la realpolitik donde en apariencia la primera tendencia se ha “superado”, la literatura, inserta dentro de ese campo de fuerzas, se repliega desde un lugar marginal y busca valerse de los recursos conspirativos y utópicos para desarmar los consensos liberales, sus formas de gobernar.
¿Pero estamos en los mismos tiempos y marcos?
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Para la misma época que escribe Piglia, se sostenía en una pequeña isla que resistía el embate de la caída del muro de Berlín el viejo modelo de la vanguardia comunista, que él por cierto reconoce como modelo fundador de “la noción de complot”. Este modelo de relato paranoico propio de países comunistas en situación poscolonial posee además un condimento importante: el imaginario imperial capitalista. Un imaginario desde luego muy real en algunas ocasiones, pero muy paranoico en otras. Con todo, muy útil para ciertas maniobras intelectuales; como bien describe Magdalena López en un famoso estudio sobre el tema, muchas veces las referencias sobre los Estados Unidos han servido para posicionar a grupos políticos dentro de los campos culturales latinoamericanos y así “dirimir sus propias luchas locales”.
Posiciones que desde el poder alimentan los discursos oficiales, logrando legitimarse en el tiempo y crear repercusiones bien terribles hacia sus ciudadanos. En ese sentido, en la novela de Antonio José Ponte, La fiesta vigilada (2007), se habla de la decadencia habanera del denominado “período especial» como producto de una guerra imaginaria contra el imperio: el país, nos dice, viene peleando contra un enemigo intangible, pero poderoso, como lo es el capitalismo gringo. Por eso “el discurso de Fidel Castro, en estos momentos y desde hace muchos años, desde el inicio, se basa en la invasión norteamericana”.
La invasión imaginaria como relato conspirativo, como teatralización de la guerra dentro del marco político, es la mejor manera de suspender los derechos ciudadanos y dejar a la población expuesta a la peor de las violencias. La ruina que ello genera se convierte en una creación del poder paranoico del lenguaje. No en balde en el militarismo venezolano de estos años revolucionarios se recicló esa estrategia de la lucha para mantenerse en el poder, pues también se luchaba contra un imperio oscuro y se revivían las hazañas de Bolívar como modelo de entrega y contienda. Claro, con la diferencia de que su principal comprador de petróleo fue siempre la misma nación yankee, el mismo enemigo.
Ahora se invierten los roles que proponía Piglia: el estado de excepción, la guerra, están justificados y deciden intervenir sobre la vida diaria. No hay desplazamientos hacia el arte o la ficción literaria porque la misma revolución, como lo afirmaría Cintio Vitier, es creación, poesía: “Al llegar, como un rayo de otra fe, la revelación épico-histórica, arrasadoramente popular, del primero de enero del 59, pareció que el cielo y la tierra se unían para enseñarnos el rostro de la Patria terrenal y celeste, y esto fue verdad un instante, el instante sin tiempo de la visión poética” (210). ¿Y no dijo mucho tiempo después el escritor Luis Alberto Crespo, en el acto de apertura del Festival Mundial de Poesía celebrado en junio del 2012, que Chávez era “el gran poeta del país”?
Francisco (Farruco) Sesto, Ministro de Cultura y contratista del gobierno, al hablar de Chávez señaló algo parecido: “la conexión de Hugo Chávez con lo poético trasciende a la formalidad del poema”. De hecho, para él es “una conexión total, que responde a una visión del mundo, a una manera de percibir la realidad, a una tensión permanente con ella desde la imaginación, desde la confrontación y, en cierto sentido, desde la trasgresión de lo aparente para ir al fondo de las cosas, a la búsqueda de la verdad profunda”. La conclusión que se hace el funcionario a modo de pregunta retórica es imperdible: “¿Qué es, en definitiva, una revolución, sino el más grande acto poético elaborado en colectivo?“.
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Podemos señalar, sin temor a exagerar, que el chavismo inaugura una nueva era pos-liberal y populista, donde se funden ambos modelos paranoicos en uno. Es la era donde el Astrólogo de la obra de Arlt ya no es un sujeto marginado, subalterno, sino que está en el poder, ganando las elecciones masivamente, y luego negándolas con trampas.
Es la era donde los habitantes de la isla de la famosa novela de Ricardo Piglia, Ciudad ausente (2006), salen de su exilio o destierro, consiguen buenos asesores en empresas para ganar elecciones, y algunos hasta defienden causas humanitarias. Es Chávez o Maduro, pero también podría ser Putin, Bolsonaro o el mismo Trump, aunque algunos de ellos tengan ya un discurso abiertamente xenófobo, capitalista.
Esta guerra del lenguaje, de la imaginación, que difumina las fronteras entre literatura y realidad, adquiere un matiz particular en Venezuela, donde durante más de veinte años estamos en batalla sin hasta ahora recibir ninguna ocupación de un ejército extranjero, y por eso en Caracas y muchas otras ciudades del país ya no hay muchos carros, ya nadie sale después de las seis de la tarde, la gente hace cola para conseguir alimentos o buscar repuestos, reviviendo las condiciones de los sobrevivientes de un bombardeo. Como nunca antes en la historia, la ficción nos ha tomado a todos y ha logrado, sin hacerse realidad, tener resultados bien concretos: hambre, soledad, emigración, falta de medicamentos, suicidios. Casi más de una docena de teorías conspiratorias, bien estudiadas por cierto por el sociólogo Hugo Pérez Hernáiz, son las que viene empleado el régimen desde sus inicios. Más de una metáfora combativa para definir el panorama político, más de una acusación sin fundamento para victimizarse, ha cosechado bien sus frutos.
Para el mismo Pérez Hernáiz las teorías de la conspiración hay que entenderlas como “una respuesta secularizada al problema religioso de la Teodicea, el intento por explicar el mal dada la existencia de un Dios omnisciente”. (cita) Un dios que en un tiempo secular ha sido suplantado por el modelo de una sociedad utópica: la revolución “bonita”, al estilo del proyecto de Fernández o del mismo Astrólogo de Arlt, por más que haya claras diferencias de contenido.
El poder de las metáforas para encuadrar todo hecho dentro de un marco narrativo bélico es más que evidente. Todo se interpreta como guerra económica, guerra eléctrica o guerra imperial, por no hablar de los golpes de distinta índole: golpe mediático, golpe cultural, golpe social. Este marco interpretativo y figural a su vez une todas estas narrativas conspirativas dentro de un gran modelo de relato general: “las conspiraciones son parte de una sola narrativa de conspiración imperial”, dice Pérez Hernáiz.
Desde luego que se ajusta perfectamente al guión populista latinoamericano. Sigue así lo que Ernesto Laclau una vez llamó como el antagonismo que logra dirimir las demandas y reclamos sociales en dos frentes: el de los enemigos y el de los amigos. Los relatos conspirativos le sirven a ese dimensión metafórica y retórica de la construcción de equivalencias del líder para redirigir la insatisfacción social a la eterna lucha contra el enemigo imperial.
Si pudiésemos resumir los modelos latinoamericanos de imaginarios conspirativos, si pudiésemos distinguirlos siguiendo las experiencias dictatoriales del Sur y de Cuba, veríamos dos tendencias, dos modelos narrativos que a su vez dependen del valor que se le quiere adjudicar al enemigo. En el primero, de estilo más higiénico, el Estado habla de grupos subversivos que quieren acabar con la felicidad de los ciudadanos, de cuerpos enfermos o anormales que buscan contaminar el paraíso construido, de infiltrados que quieren corromper el sistema. Por otro lado, en la segunda tendencia, de corte más victimario y nacionalista, se invierten los roles: ahora el peligro está afuera y quiere conquistarnos, colonizarnos, invadirnos, y reside en la figura de un imperio como un gran Otro extranjero que quiere acabar con la armonía social.
Muchas veces estas tendencias pueden mutarse, combinarse, mezclarse, de distintas formas, pues no son completamente puras. Ambas además presuponen que hay un lugar perfecto, una utopía, en la que se está y que otros quieren acabar. Las curas, terapias y formas de inmunidad para evitar los males son diversas, y siguen siempre un principio regeneracionista: campos de trabajo, fusilamientos, descalificaciones, torturas.
Si ello es así en las narrativas políticas desde el poder, en las fabricaciones de los discursos oficiales, fuera de él las modalidades adquieren otros matices y acepciones, otros lugares de enunciación. Lo poderosos están ahora afuera, en todas partes, dominando, acechando, y lo utópico es lo que se busca instaurar. Desde esa empresa se habla de forma maximalista, con derecho a la sobre-dramatización, a la violencia, a la humanidad.
De un lado a otro pareciéramos movernos, y en ese sentido las lecturas que vienen haciéndose en Venezuela no se escapan a esa tentación ficcional.
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Cito un caso concreto donde la escalada de la ficción de la guerra imaginaria, de la intervención por venir –aunque ya llegó hace años con los revolucionarios cubanos–se expande para hablar efectivamente de las tierras donde nació Bolívar. Hablo de las reacciones del intento fallido del 23 de febrero del 2019 para introducir la ayuda humanitaria al país, algo que se ha repetido recientemente con los sucesos que rodearon la liberación de Leopoldo López, y que demuestran que existía una negociación secreta entre agentes de la oposición e importantes actores del régimen de Nicolás Maduro. Por primera vez, los venezolanos, desde sus luchadores sociales pasando por sus políticos, logran hacer visible ante la comunidad internacional el carácter dictatorial y criminal del régimen de Maduro, defendiendo su justo derecho a la soberanía legítima, y lo que recibe a cambio por parte de una buena porción de la opinión pública es el relato paranoico de la guerra imperial como un hecho consumado, siguiendo el guión de Maduro.
En una carta que firma Noam Chomsky junto con otros intelectuales, poco después de la juramentación de Juan Guaidó, se le recrimina al gobierno de Estados Unidos por interferir en los asuntos internos de Venezuela, diciendo además que el país está polarizado de forma racial y social, cuando se sabe que las encuestas más imparciales dan muestra de casi un ochenta por cierto de popularidad del presidente del parlamento, cuando los sectores populares han sido los que están recibiendo mayor violencia por parte del Estado y los que están desesperados por el hambre y la situación de descuido y negligencia. Todo ello sin mencionar la intervención cubana que viene ocurriendo desde hace tiempo y sin que nunca ninguno de los firmantes la haya mencionado.
Lo mismo vemos en otra misiva, hecha esta vez en Argentina por el grupo kirschnerista “Carta abierta”. Allí, después de hablar del “legítimo gobierno” de Maduro y de la “autoproclamación” de Guaidó, señala que la crisis de Venezuela “es el más crudo ejercicio de un nuevo acto de dominio imperial”. Horacio González en una entrevista señala: “No llueven bombas sobre Venezuela, llueven toda clase de manipulaciones que son parte de un largo aprendizaje que ha hecho Estados Unidos a los largo del siglo XX”.
Por su parte, el inefable Gustavo Petro, autor de un famoso twitter en el 2016, promueve una marcha contra una “intervención militarista” de USA y argumenta, al menos con cierta critica, lo siguiente: “No estamos con Maduro, pero nadie que sea un demócrata podría permitir que se invada militarmente al país vecino desde el territorio colombiano o desde cualquier otro”. Otro comunicado más deslucido y extemporáneo desde Chile, suscrito entre otros por el mismo poeta Zurita, nos advierte: “Estados Unidos tiene una larga historia de intervenciones en ese país, en sus esfuerzos espurios para ganar control sobre la riqueza petrolera”. Y de inmediato analiza con una “experticia” a prueba de balas, con un conocimiento definitivo, la situación en Venezuela: “Hoy, la interferencia norteamericana ha sido encabezada con el liderazgo del Gobierno de Sebastián Piñera a través de la auto proclamación de Juan Guaidó, claramente resuelta desde Washington”.
Obviamente ninguno de estos comunicados se ha preocupado por presionar al régimen para exigirle elecciones imparciales, en cumplir los acuerdos de los diferentes diálogos y negociaciones que se dieron en el 2017, en el 2016 con la suspensión del referendo, o en el 2014; muchos de los cuales tuvieron actos de bochornosa complicidad con personajes como José Luis Zapatero o la UNASUR dirigida por Ernesto Samper. Tampoco han ofrecido algún plan alterno y creíble por las partes para resolver el conflicto de manera pacífica, y menos aún han hablado de la invasión de Cuba, que fue tan “humanitaria” como la que se quiso ofrecer el 23 de febrero, por no mencionar los intereses de China y Rusia con el petróleo, y el daño ambiental que se viene realizando en parte por ellos y en parte por los grupos irregulares que circulan en el Arco Minero. Su interés al final es la ficción por venir, la verdad absoluta del imperio, que desde sus contextos históricos replican con la violencia impositiva, unilateral, de sus cerradas convicciones, más allá de los gestos provocadores de un Trump o de las fantasías redentoras de algunos sectores opositores que alucinan con ver un Marine en sus casas. Nos piden o la paz de los sepulcros del sacrificio venezolano para evitar el problema, o la guerra final contra la intervención imperial. Todo o nada.
Mientras tanto, pocos días después ocurrió una “invasión eléctrica” que generó la muerte de varios neonatos, de muchos enfermos de diálisis, continuando la masacre que viene haciéndose desde hace años y en cámara lenta contra los venezolanos al no aceptar la ayuda humanitaria. Maduro, por supuesto, ha dicho que el accidente, fruto de la corrupción y la falta de inversión, fue un atentado organizado por grupos secretos vinculados con Estados Unidos.
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Vuelvo al sueño de Fernández en De sobremesa, modelo originario de las fantasías utópicas del latinoamericanismo y sus formas de alcanzar el poder mediante recursos conspirativos. Por lo general, se lo ha leído como producto del deseo utópico de la regeneración colombiana, ese proyecto liderado por Rafael Núñez y seguido por Miguel Antonio Caro que se alzó a finales del siglo XIX para desplazar a los liberales del poder e imponer la famosa “hegemonía conservadora”. Un trabajo de María del Pilar Melgarejo muestra cómo ese pasaje famoso es “parte de una critica más general a la desmesura y la ‘locura’ del proyecto regenerador” (119); por su parte, uno de sus más prolíficos biógrafos, Ricardo Cano Gaviria, relaciona el final de la escena como “calcado de la imagen que le ha dejado el solitario de El Cabrero” bajo la famosa capilla (354). Sin desestimar estas interpretaciones, me interesa proponer otra línea acaso más atrevida, acaso más arriesgada o imprecisa, pensándolo a contrapelo de su carácter nacional, de su contexto histórico, es decir, desnacionalizando la seguridad de su misma genealogía. Después de todo, el modelo que lo inspira es del ecuatoriano García Moreno y el del guatemalteco Carreras.
Para ello es bueno recordar cómo su primera versión fue trabajada durante su estadía en Venezuela, en donde estuvo algunos años y compartió con lo más selecto de su intelectualidad. También aceptemos que tiene como modelo, además del sueño que hiciera Bonaparte “en el cuartico de Dole”, nada más y nada menos que el del mismo Libertador Simón Bolívar “al jurar la libertad de un continente” (377). ¿No podría ello revelar otro antecedente para entender ese proyecto conservador y desquiciado del protagonista?
Cuando uno repasa las características de este sueño, ve varios elementos significativos. Uno de ellos es el carácter moderno e industrial, el otro es también su visión dictatorial, donde para llevar lo primero es indispensable lograr lo segundo; “hay que asaltar el poder, espada en mano, y fundar una tiranía”, dice, para después valerse de una “constitución suficientemente elástica para que permita prevenir las revueltas de forma republicana” (376); además lo enmarca como producto de una “vasta experiencia de sociología experimental” para facilitar la constitución del “organismo social”, cosa que le da un componente altamente positivista.
No deja de ser curioso que paralelamente a las peripecias de la publicación de la novela, el joven venezolano Laureano Vallenilla Lanz venía trabajando en sus primeros esbozos sobre la teoría del gendarme necesario. De hecho, a un año de la visita de Silva en Caracas tuvo su primera polémica intelectual sobre la figura de José Antonio Páez, base de su propuesta. ¿No podríamos ver en ello alguna relación más fuerte? Si revisamos con cuidado, veremos cómo parte de las ideas del positivistas venezolano venían acogiéndose bajo distintos argumentos y perspectivas en otros escritores anteriores: se encuentran resonancias en obras tempranas como “Sobre un plan de política económica” de López Méndez de 1887, o posteriormente en el folleto “Necesidad de adaptar la legislación venezolana al medio etnológico” de Julio C. Salas. De hecho, algunos pasajes de la novela de José Gil Fortoul Pasiones, de 1895 escuchamos, en boca del personaje Lodi, extrañas coincidencias y antecedentes: la “dominación absoluta de un hombre, es, hasta cierto punto, un bien relativo porque nos previenen de la anarquía o de un despotismo más fuerte” (166).
Es posible entonces que en su visita a Venezuela, Silva haya escuchado estas tesis, tomando algunas de sus ideas para su célebre “pasaje nacional”. Por supuesto que detrás de esta teoría del “gendarme necesario”, está el Bolívar de la constitución de Bolivia, quien pensaba que era necesario un gobierno fuerte, y quizás por eso, profundizando todavía más en la lectura de María del Pilar Melgarejo, encontraremos que el problema no es la “regeneración” de la “hegemonía conservadora”, sino la “regeneración” del culto que profesaban de un modelo de política: recordemos cómo Rafael Núñez fue también seguidor de El Libertador de la constitución de Bolivia, por no hablar de Miguel Antonio Caro, quien en su poema “A la estatua del Libertador” lo ve como un ”Nuevo Colón” (3) . La idea de la “regeneración” venía entonces de atrás; surgía de la necesidad de superar el fracaso del sueño utópico “colombiano”, herencia que ha generado una secreta melancolía dentro de las élites intelectuales (sean del tinte que sean), atrapadas en eso que una vez Rafael Rojas definió como el “discurso de la frustración republicana”; hecho que lleva, como sabemos, al desespero, así sea interpretativo, y al regeneracionismo utópico, caldos de cultivos para los relatos conspirativos.
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Pero hay más. Esa frustración, esa melancolía, es la que va despertando en cada nueva generación la necesidad de reanimar el viejo cadáver de la utopía regeneracionista. Podemos perfectamente ver cómo este imaginario va reapareciendo bajo distintos modos en una especie de sobrevida que lo mantiene intacto en cada nueva encarnación. Así mucho después la deuda por cumplir este ideario insatisfecho de Bolívar resurge en América Latina con nuevos bríos desde el marxismo, tan alejado durante el siglo XIX con las reseñas que Marx escribía para la American Cyclopedia criticando al Libertador.
Si bien en textos de Julio Antonio Mella, o Gilberto Vieira ya se estaban abriendo las puertas para esa relación, no es sino con trabajos como el de Pedro Duno Marxismo-leninismo-Bolivariano (1969), o el de J. R. Núñez-Tenorio Bolívar y la guerra revolucionaria (1969), sin obviar por supuesto las reflexiones del mismo Douglas Bravo que tanto influenciaron a Chávez, cuando el vínculo terminó de consumarse. En ellos, luego de desmarcarse del modelo soviético, se pudo dar la combinación perfecta: la utopía de la gran Colombia con la de las comunas y la sociedad sin clases, el sueño tiránico de Fernández con el ánimo revolucionario, maximalista, del Astrólogo. Podríamos entonces decir que el regeneracionismo, sea conservador o radical, siempre ha tenido hondos lazos en los discursos latinoamericanistas y desde ahí vienen labrándose las teorías conspiratorias en su relación con el imperio norteamericano.
Quizás nunca como ahora el dilema que abre Venezuela, cuna del Libertador, nos lleva a desafiar algunos de los presupuestos para entender la manera cómo hemos ido ejerciendo e interpretando la política. Mientras llega el imperio a poner orden (o desorden), seguirán las muertes de los venezolanos, sobre todo por la falta de solidaridad de muchas personas que se “autoproclaman” de izquierda que han podido ayudar a que se dé una salida democrática en Venezuela sin tener que acudir a las armas.
Por fortuna todavía para el momento en el que escribo estas líneas hay varias opciones más allá del llamado de la intervención, pese al fracaso de la negociación reciente, pero que requieren del concurso de todos, especialmente de cierta izquierda que guarda lazos con Cuba para que la interpele a salir de Venezuela y dejar la presión sobre sus militares de alto rango. De lo contrario, terminaremos bajo el escenario de uno de los poemas más curiosos de José Antonio Sucre. Me refiero a “El Retórico” en donde el sujeto lírico, decepcionado de la historia, “mira en la conspiración universal, dirigida al exterminio del júbilo y a la ruina de la belleza, el retorno y el establecimiento definitivo de los antiguos fantasmas del caos y de la nada” (287).
Bibliografía
Cano Gaviria, Ricardo. José Asunción Silva, una vida en clave de sombra. Caracas: Monte Ávila, 1990.
Caro, Miguel Antonio. Obra Selecta. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1993.
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Hernáiz, Hugo Pérez. https://venezuelaconspiracytheories.blogspot.com/
López, Magdalena. El Otro de Nuestra América: imaginarios nacionales frente a Estados Unidos en la República Dominicana y Cuba. Pittsburg: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2011.
Melgarejo Acosta, María del Pilar. El lenguaje político de la regeneración en Colombia y México. Bogotá: Editorial Pontificia Javeriana, 2010.
Piglia, Ricardo. Teoría del Complot. Buenos Aires: Mate, 2007.
Ponte, Antonio José. La fiesta vigilada. Barcelona: Anagrama, 2007.
Rancière, Jacques. “Políticas de la ficción” En Revista de la Academia / Nº 18 / Otoño 2014 / pp. 25-36.
Ramos Sucre, José Antonio. Obra completa. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985.
Sesto, Farruco. “Chávez y la poesía”. 21 Junio 2012. Web. 18 de octubre de 2015.
Silva, José Asunción. Obra Completa. Caracas: Monte Ávila, 1985.
Vitier, Cintio Obras. Poética. Habana: Letras Cubanas, 1997
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Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971), estudió Comunicación Social y Literatura en la Universidad Central de Venezuela. Doctor en Literatura por la Universidad de California. Actualmente es profesor en la Universidad Pontificia Javeriana de Bogotá. Ha publicado los libros Alfabeto del caos: crítica y ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 2007), e Idiomas espectrales: lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (Bogotá: Editorial Javeriana, 2016).
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Excelente trabajo, pero lo de las utopías y conspiraciones políticas por supuesto no se limita solo a nuestro hemisferio y a nuestro mundillo hispano. Las conspiraciones existen, pero son tan profundas y variadas que son muy difíciles de detectar en toda su capacidad y amplitud. Se suele olvidar que Castro fue puesto en el poder por los americanos y ha sido el imperio el que mas se ha beneficiado de toda esa ola estu’pida robolucionaria que ha sumido Latinoamérica en la miseria y las guerras civiles, mientras los yanquis han seguido avanzando, incluso absorbiendo todo el talento latinoamericano. Una pena la redundancia de «enmarcar… en un marco» Vaya, tan bien que está todo lo demás.
Gracias Daniel Fernández por su comentario. Nuestro corrector ha retocado el texto. No era tan grave…